Una de las más recurrentes ideas sobre la producción alimentaria es la dureza que implica el trabajo físico para desarrollarla. No está falta de justificación, el campo era una actividad dura hasta la llegada del petróleo barato y la maquinaria subvencionada. Los trabajos manuales eran muy exigentes respecto a la actividad física. Cierto es también que implicaba un modo de vida muy distinto, hace décadas infravalorado por la modernidad urbana, y se sostenía gracias a que las tareas más duras eran en muchos casos mancomunadas, colectivas. Estas tareas colectivas no eran en general asuntos que se planteaban desde marcos reflexivos filosóficos o políticos de cooperación y apoyo mutuo, eran más bien una necesidad forzada marcada por no tener alternativas energéticas para desarrollar fuerzas de trabajo más allá de la tracción animal.
Tanto la capacidad de trabajo humana, como la de los animales de carga y tiro, tenían unos límites productivos y territoriales determinados por su capacidad en cuanto a la eficiencia energética, que en realidad era muy alta pues era muy consciente de sus propios límites. Este modelo productivo era territorial, se limitaba a un marco geográfico determinado, para poder sostenerse en el tiempo siendo todo lo eficiente posible. Había límites y eran bien conocidos, aunque no estuvieran representados en un excel. Los trabajos del día a día y sus correspondientes leyes físicas marcaban posibilidades y límites. No había externalidades que soportaran la economía, la economía era sostenida por internalidades (administración del hogar, reproducción, crianza,...trabajos frecuentemente invisibles) y por la consciencia de las limitaciones de los recursos de cada territorio, muy presentes en la mentalidad y tareas de cada comunidad rural.
En la década de 1950 la mitad de la población activa española se dedicaba a la producción alimentaria como pequeños propietarios, como productores en tierras comunales o como jornaleros para medianos/grandes propietarios. Tiene todo el sentido del mundo que buena parte de la población se dedicara al sector primario, por ser el sector principal de cualquier economía sostenible. Pero bien es cierto que también era una necesidad en el marco de una sociedad aún no industrializada en el sector alimentario y sin disponibilidad de petróleo barato ni maquinaria. A día de hoy, 2024, 70 años después, el porcentaje de población activa dedicada al sector primario ha pasado del 50% al 3%. Los combustibles fósiles baratos y accesibles nos permitieron llegar hasta este escenario.
En el actual escenario de desindustrialización de la economía en todos sus sectores, nos encontramos en previsión de situaciones muy similares a los marcos energéticos previos a la revolución verde (la industrialización del sector primario). Pero claro, generalizando, actualmente, en nuestra sociedad, no tenemos ni las herramientas ni las técnicas de antaño para volver a rearmar la producción alimentaria si no es a través de externalidades (profundamente injustas con otros seres humanos) y una energía fósil en evidente declive. Pero no se me preocupen, hay alternativas. Ahora bien, dichas alternativas necesitan de la aceptación de la realidad del escenario actual y el que viene: decrecimiento obligado.
Los que llevamos ya muchos años recuperando todas esas cajas de herramientas y técnicas campesinas apegadas a cada territorio, trabajando sin petróleo ni maquinaria en muchos casos (o con un mínimo uso de ella) y adaptando lo anterior a los contextos sociales y humanos del siglo XXI, somos muy conscientes de las posibilidades que tenemos para producir alimentos en un escenario postpetróleo incapaz, además, de electrificar mediante energía renovable la maquinaria del sector primario a gran escala. Conclusión: desescalar, localizar y aumentar la mano de obra en el sector.
Hay quien se echará las manos a la cabeza al escuchar lo anterior: "estás planteando volver a las cavernas", "nadie quiere lo que tú planteas", "es inviable, no podremos alimentar a todos",... Mitos sobre mitos sobre mitos y ninguna experiencia práctica en campo. Pongo sobre la mesa algunas cuestiones de inicio respecto a la dureza de trabajar en el campo.
¿Es más duro el trabajo del campo que trabajar en una siderurgia, en una obra de un edificio, en construcción de infraestructura, en una fabricación en serie, sentado 8 horas delante de un ordenador, en hostelería y restauración, cara al público en un mostrador, en urgencias de un hospital o residencia de ancianos sin recursos, como docente con 35 adolescentes,...? He pasado por alguno de estos trabajos antes de dedicarme a la producción alimentaria y mi conclusión es que elijo el trabajo en la producción alimentaria antes que ninguno de los anteriores.
El trabajo en la producción alimentaria no es perfecto y tiene muchos matices, sin duda. Pero, bajo mi prisma y experiencia, tiene muchas ventajas. Quisiera dejar claro antes que el trabajo de campo como jornalero puede ser tan malo como cualquier otro. Solo hace falta trabajar como jornalero en la oliva, la uva o la ganadería para darse cuenta que, en general, las condiciones laborales se asemejan más a regímenes semiesclavistas que a lo que se supone debería suceder en el siglo XXI en Europa.
Llevo 16 años probando, investigando, conociendo y experimentando vías para producir alimentos sin energía fósil o con una mínima expresión de ésta. No me ha sido fácil, no hay muchos ejemplos. Para aprenderlo he tenido que trabajar con personas que no habían entrado al modelo productivo fosilista y eran considerados como dinosaurios en período de extinción. El perfil genérico es el siguiente: hombres; a punto de jubilarse; con una mujer (esposa, madre o hermana) en casa que se ocupa de la casa, cuentas, crianza y diplomacia; infravalorados socialmente; incultos desde el prisma académico; personas duras y recias con historias duras y recias; inteligencia emocional bajo mínimos; abandonados por la modernidad; ateos; machistas; individualistas; desconfiados;... Y al mismo tiempo: sabios y psicólogos; expertos en territorio, nubes, vientos y recursos; cultivados en tierra bajo sol, lluvia y frío; agricultores, ganaderos y forestales; parteros de animales; veterinarios; planificadores a largo plazo; sobrevivientes; ecólogos; titulados en nada e ingenieros de todo; solidarios; disfrutones; claros y transparentes; constructores y albañiles de infraestructuras de tierra, piedra y agua;...
Os puedo confirmar que todos estos aprendizajes me han servido para visibilizar opciones de vida y modelos de producción distintos para los escenarios que se nos presentan en el futuro más próximo. Hay posibilidades, tenemos conocimientos suficientes para adaptar los modelos campesinos de la era prepetróleo a las necesidades del siglo XXI. Tenemos herramientas para mejorar la parte social, individual y emocional mientras producimos alimentos para todas las personas tanto en volumen como en calidad. Desde que se comenzaron a aplicar la ergonomía (para no destrozarse el cuerpo), el descanso (como parte fundamental de la vida productiva) y la contabilidad integral (la que sostiene a personas, ecosistemas y recursos) las posibilidades son evidentes.
El campo fue duro. Hoy puede no serlo si se sabe cómo hacerlo. Y, además, la tendencia indica que la desindustrialización del sector primario revertirá ese 3% que actualmente se dedica al sector y aumentará ese porcentaje. Spoiler: para un sector primario postpetróleo, sostenible, eficiente, en condiciones laborales saludables, poco subvencionado y no concentrado en macroexplotaciones/latifundios necesitaremos entre 10% y 20% (dependiendo de territorios) de la población total dedicada a producir alimentos. Con la cantidad de despidos que la desindustrialización de la economía va a conllevar en sectores como la automoción (por poner un ejemplo) y la imposibilidad para mantener mediante fondos públicos a desempleo, pensiones, educación, sanidad,... no veo más que dos opciones: vender nuestros recursos a fondos de inversión (el plan estatal actual) o reconstruir un estado que priorice la protección de lo más básico: agua, ecosistemas, alimentación, vivienda, sanidad y educación. Luego vemos lo demás y valoramos hasta dónde nos alcanzan las energías para desarrollar lujos, o no.